Estoy acabando de leer un libro que había dejado a medias hace unas semanas. Se llama « Vatel y la Naissance de la Gastronomie », de Dominique Michel (Ed. Fayard). Desgraciadamente no crea que se encuentre traducido al español..
Su primera parte se centra en la vida y obra de aquel maître d’hôtel que llegó a suicidarse porque no le llegaba el pescado para un banquete dedicado a Luis XIV, mientras que la segunda parte se aleja un poco del anecdotario del principio para describir (sólo describe, faltaría una explicación más sustentada) los cambios fundamentales que se operaron en la gastronomía francesa en el siglo XVII.
Reconoceremos algunas manifestaciones culinarias que nos son hoy familiares en la cocina moderna. Da la impresión a veces que no estamos inventando nada y que, en gastronomía como en cualquiera manifestación cultural, un inexorable movimiento cíclico, de “eterno retorno”, recupera conceptos antiguos y los recicla con un nuevo envoltorio.
Los escritores gastronómicos se ponen de acuerdo en calificar la Edad Media como una época bastante primitiva a pesar de la fama de nuestro Libro del Sent Soví, de Le Viandier, del francés Taillevent o de la cocina italiana del Norte.
La era “moderna” empezaría en el siglo XVII con El Cocinero Francés, obra de La Varenne. Un cocinero bisagra, bastante desconocido, que conserva alguna rémora de la cocina agridulce de la Edad Media, de lo dulce /salado propio del Renacimiento pero aporta una visión de los caldos y de su utilización en la cocina que deja presagiar el futuro trabajo de Carême.
Menos especias y más hierbas
Con el siglo XVII, el uso de las especias, invasivo durante los siglos anteriores, se ve sustituido por las hierbas aromáticas autóctonas. Algunas de estas hierbas tenían hasta entonces un uso más medicinal que otra cosa, como la menta o el hisopo. Otras se generalizan en la cocina y empiezan a entrar en casi todas las preparaciones: perejil, perifollo, estragón, albahaca, tomillo, laurel, pimpinela pero también plantas como la cebolla, el cebollino o el ajo. Aparece también el “paquete” que se echaba a los guisos. El futuro “bouquet garni”.
Es el momento también del uso de las flores, no solamente para decorar sino también para comer en ensalada : como en esta “Ensalada de Salud” que llevaba rosas, hinojo, violetas e incluso azúcar. La alcaparras (que, por cierto, no dejan de ser una flor) hacen su aparición y hasta se asocian con la anchoa, salazón limitada a la Provenza hasta el final del sigo XVI.
Recuerdo un plato de Michel Portos , el 2 estrellas de Burdeos en un festival Omnivore: cordero lechal con anchoa. Me pareció en su momento una idea atrevida. Pero leo en este libro de Dominique Michel una receta de filete de buey ¡ con anchoa, alcaparras, ostras y zumo de limón!
La acidez, muy agresiva en la Edad Media, se suaviza un poco en este siglo XVII gracias a la utilización de grasas como la mantequilla, pero creo que permanecerá como el gusto característico del ADN culinario francés.
“El auténtico sabor de los alimentos”
Uno de los grandes rasgos “modernos” de la nueva cocina del Gran Siglo, es también la voluntad de redescubrir el “auténtico” sabor de los alimentos. Un tema recurrente, como lo sabemos, que nos ha acompañado hasta hoy en día. Recordemos el decálogo de la Nouvelle Cuisine que pretenderá, tres siglos más tarde, luchar aun contra la sobrecarga de sabores en las preparaciones y abogaba por sus aligeramientos. Por no hablar de la línea “naturalista”, “raw” o “slow” actual.
Ya en aquel entonces, tanto Nicolas de Bonnefons como el autor anónimo L.S.R. defienden que la sopa de col “huela totalmente a col” o que la mejor carne asada “se devora saliendo de la broche, en su jugo natural y no hecha del todo” sin aportarle más condimentación puesto que “destruye el sabor verdadero de las cosas”.
Otra frase curiosa, cargada de contemporaneidad, La Varenne se lamenta de que los cocineros de entonces no se preocupen mucho del “verdadero sabor” ya que, “preocupados por la buena opinión que cada uno tiene de su capacidad, piensan que, mientras disfracen y adornen (“garnissent”) sus platos confusamente, serán considerados como personas hábiles”. El ego cocineril ya…
Naturalidad y cocciones justas constituyen, en mi opinión, un ideal siempre perseguido en la cocina francesa, marcada desde siempre, hay que reconocerlo, por un par de defectos: la sobre cocción, al menos en los pescados, que todavía tuve la ocasión de sufrir hace un poco más de un año en un tres estrellas “moderno” de París y la tendencia atávica, a lo largo de toda su historia, a la complicación y al rebuscamiento (este último “defecto” ha sido también en parte su grandeza).
La verdura como protagonista
Ligado muy estrechamente a esta búsqueda de la naturalidad , se asiste al auge de las verduras, que se transformará en una verdadera obsesión a partir del siglo de Luis XIV. Frente a una Edad Media prácticamente carnívora al 100% , vemos la aparición de una investigación muy extendida sobre nuevas variedades de frutas y verduras.
La domesticación de estas variedades foráneas, algunas aun en estado silvestre, había empezado ya a finales del siglo XVI gracias a los trabajos del que se considera el padre de la agronomía moderna, Olivier de Serres.
Luego llegaría el trabajo de La Quintinie, quien llegó a crear El Huerto del Rey en Versalles, Patrimonio de la Humanidad.
En la Edad Media las verduras eran consideradas por parte de las élites sociales nocivas y sucias ya que crecían en la tierra. Sólo el pueblo las consumía (a la fuerza). En el Renacimiento y gracias a la influencia italiana , que ha sido clave en la eclosión y en el refinamiento fundacional de la gastronomía francesa), muchas verduras empiezan a ser cultivadas en los huertos.
La verdura estrella será el guisante. Hasta aparecen platos de espárragos verdes cortados finos, imitando un plato de guisante salteado (¿un juego de trampantojo ante litteram ?).
Comer verdura se puso de moda. Una señal de cambio en el comportamiento dietético, al menos de las élites, que explica el éxito de los libros de otro agrónomo importante , Nicolas de Bonnefons con sus obras El Jardinero Francés o Las Delicias del Campo, auténticos tratados de horticultura destinados a enseñar a cultivar huertos tanto en las mansiones de los nobles como en las casas de la burguesía emergente. Hoy también estamos viviendo un gran momento hortícola con los huertos urbanos, los huertos en los tejados de los inmuebles o los de los (eco) chefs para su autoabastecimiento (real o dirigido a cierto marketing).
Virtuosismo técnico
Hablando ahora de técnicas culinarias, huelga recordar que los caldos pre modernos estaban espesados (ligados) por panes o frutos secos, aunque, según Dominique Michel, existieran ya las ligazones con huevos, hígado o sangre.
En este siglo XVII, se empieza a saltear con harina y grasa de cerdo algunos de los componentes, con la consecuente ligazón provocada al mojar la preparación con caldo. Poco después, esta manera de ligar adquiere su autonomía “tecno-conceptual”, si se puede decir de esta manera, y se crea el roux, como preparación técnica separada.
Otra manera de espesar los jugos: la reducción. Una técnica tal vez evidente, pero que nunca hubiera pensado que apareciera ya en aquella época.
Según la escritora de este libro, también se generalizan las guarniciones. Nos las describe, pero no nos explica aquí tampoco el “porqué” de su generalización. Imagino que fue en este campo sin duda donde la creatividad de los cocineros, al servicio de la Corte real o de los aristócratas, se pudo explayar.
Las grandes piezas de aves, venado, cerdos, costillares servidos simplemente en las mesas, requerían guarniciones compuestas por verduras rellenas, casquerías, setas, tartaletas etc para que el nuevo virtuosismo técnico de las nuevas generaciones de cocineros talentosos se pudiera expresar. Es cuando aparecieron también las “decoraciones” con frutas de todos los colores, limones cincelados, hojas fritas o flores.
Cuatro siglos después el Bocuse de Oro refleja aun este despliegue barroco (pre Nouvelle Cuisine) de elaboraciones.
La presión religiosa se relaja
Aunque por motivos religiosos, la cocina “magra” y la cocina “grasa” estuvieran bien separadas, la combinación pescado-tocino para bardar o pescado-manteca para saltear no deja de extenderse. Dominique Michel describe esta mezcla de los dos paradigmas (graso y magro) pero tampoco aquí se atreve a avanzar ninguna explicación. Sospecho, desde mi ignorancia en el tema, que la podría tener y que los cambios religiosos originados por los cambios sociales y la emergencia de la burguesía comercial, podrían tener algo que ver en todo esto. La autora simplemente constata que las reglas se han ido relajando mucho desde la Edad Media y que los cocineros aprovechan esta nueva situación para elaborar nuevas recetas “magras”, que respetan la imposición religiosa pero que resultan gastronómicamente atractivas.
Se señala que esta vía ya se había abierto en el siglo XVI gracias al cocinero papal Bartolomeo Scappi.
Siempre en relación con la dieta magra y con las ganas transgresoras de infringirla, aunque sea de una manera metafórica, los viernes santos, único día de estricta alimentación vegetariana, se elaboran huevos falsificados a base de una masa de harina, leche, sal y mantequilla con la cual se rellenan cáscaras vacías de los propios huevos. Para la yema, se recurre a una crema de arroz, leche y azafrán. Un trampantojo ante litteram que recuerda un poco nuestros juegos culinarios modernos. Con la diferencia de que, en aquella época, ese estaba cargado de sentido (librarse aunque sea de manera simbólica de la prescripción religiosa) mientras que hoy se usa (y abusa) del juego mimético por simple afán de divertimento gratuito.
Para terminar y no hacerme pesado, comentaré algo sobre los postres, o en francés el “dessert”. En castellano la palabra denota el carácter “posterior” de este servicio mientras que en francés se pone el acento sobre el hecho que se levanta todo lo que hay en la mesa (“desservir”) y se cambia el mantel para pasar a la degustación del último de los servicios.
El postre marca su territorio
Hasta el siglo XVII, lo dulce (muchas veces a base de miel) se mezclaba a lo largo del menú con las preparaciones saladas, como platos separados o como elaboraciones dulce-saladas. Durante toda la Edad Media, el azúcar propiamente dicho se usaba como una especia para condimentar los alimentos como la sal o la pimienta. Pero a partir de la generalización del uso del azúcar de caña, podemos imaginar que este ingrediente adquiere una autonomía que le permite entrar en un sinfín de preparaciones, sobretodo a base de frutas (ya que este fenómeno coincide con el desarrollo de todas las variedades arriba mencionadas). Pero también en el desarrollo de la alta pastelería.
Nina Barbier y Emmanuel Perret escriben en su “Petit traité d’ethno-pâtisserie” que en 1440 se consuma el cisma corporativo entre los panaderos y los pasteleros , que el siglo XVII ve el arranque definitivo y generalizado de la pastelería profesional y que el siglo XVIII será considerado como su Edad de Oro. Pero reconocen también que sólo se pudieron censar a cien en todo el Siglo de las Luces. Lenta, muy lenta evolución…
Otro fenómeno coetáneo, el desplazamiento del chocolate de simple infusión a ingrediente culinario, tanto en la cocina salada como en la elaboración de cremas. Por los motivos que sean, lo dulce empieza a ocupar su territorio propio al final de las comidas: mazapanes, confituras, compotas, tartas etc. Hasta se empieza a utilizar colorantes como la cochinilla para hacer cerezas o grosellas miméticas de mazapán. Algunos dirían que esto suena a “vanguardia” . Efectivamente, la historia de la cocina está repleta de sucesivos movimientos innovadores que nos han conducido hasta hoy, donde algunos cocineros nos quieren sorprender utilizando cochinilla o jugando al mimetismo lúdico.
Dominique Michel cita una frase del misterioso L.S.R. en El Arte de Tratar Bien, muy ilustrativa a la par que ambigua, sobre la (poca) consideración que han recibidos los postres a lo largo de la historia de la gastronomía:
“Estos platos sólo se han inventado para embellecer la consumición del ágape, y no para saciar a los invitados”.
Paradoja: en este siglo XVII que presume de haber construido las bases de la gastronomía moderna, la pastelería está considerada aun por algunos como un capricho innecesario, unos simples dulces que sólo las mujeres suelen apreciar y cuya elaboraciones, según nuestro mismo anónimo L.S.R., se suelen delegar a los “officiers de bouche” (trabajo de office), del cual sería ajeno el mismo cocinero. (Una pregunta : ¿en que momento aparece la figura de Chef Pastelero? ¿Con la organización de la cocina en brigada, es decir con Auguste Escoffier, o antes?)
En cambio, un siglo más tarde Grimod de la Reynière (lo veréis escrito de otra manera en algún libro español de gastronomía, pero se escribe realmente así…) concede por fin la dignidad que se merece a este dulce epílogo de la comida, a pesar de una cierta ambigüedad en el principio de la frase: “ Siempre los verdaderos golosos (“gourmands”) han acabados sus cenas antes del postre, momento en el que el apetito suele encontrarse satisfecho (…),Un artista hábil tiene que desvivir para hacer que ese renazca: ahí estriba su triunfo (…). El postre es a la cena, lo que la traca final es para los fuegos artificiales: su parte más brillante. Debe hablar al alma y sobretodo a la vista: debe producir sensaciones de sorpresa y de admiración”. Estética, efecto sorpresa. Todo esto nos suena mucho, ¿verdad?
Pero más allá de este último apunte, aplaudo a Grimod en su apología del postre, demasiado considerado por algunos “gourmets” como un momento prescindible en el transcurso de un menú. ¿Tanta prisa hay en llegar al dichoso gin-tonic?
Aun así tengo la impresión al leer sus palabras que la comida salada está hecha para ”satisfacer los apetitos” y no para estimular sensorialmente el placer de comer. El postre aparecería como un simple “plus”, estético y casi lúdico.
Hoy en día todavía, se observa una cierta inhibición por parte de los cocineros modernos en el manejo de la “cocina dulce”, como si se tratara de un mundo totalmente a parte. No se tiene a veces ningún reparo en echar azúcar a la cocina salada pero a la hora de manipular este ingrediente para la elaboración de un postre, muchos renuncian, buscando como escapatorias. Una es la de dejar este cometido a un pastelero especializado, que mucha veces va por libre y elabora postres que no obedecen a la misma línea de cocina que la del chef. Otra alternativa por parte de chef es asumir el reto de mala gana y ofrecer postres de una simplonería deprimente, ocultando este hecho bajo discursos en los que se pretende “superar” la dicotomía “cocina salada/cocina dulce”, considerada presuntamente algo trasnochada. Creo que lo trasnochado sería volver a la confusión de los sabores que prevalecía justamente en la Edad Media. Asistimos también a una renuncia a integrar preparaciones básicas como hojaldre, bizcochos, crumbles, cakes, brioches etc sustituyéndolos por insulsos polvos o granulados de maltodextrina, a los cuales se les asignará la pomposa etiqueta de “Tierra” o “Arenas”.
Pero esto sería todo un debate que no pretendía abrir ahora. Sólo quería compartir con vosotros algunos apuntes, una simple ficha de lectura sobre un libro que me parecía interesante.
Estimado Phillipe:
Estoy buscando el título de una ilustración francesa en la que se representa el momento de servicio de una cocina ( supongo que del s. XIX), en la que aparece el Chef en la parte superior con un látigo y bajo sus pies el caos del servicio.
Muchas gracias.
Hola Martita. siento no poderte ayudar…
Vuelve a publicar tu comentario en el próximo post que publique si quieres para que la gente lo vea….
…sens dubte, el meu post preferit!!ets el meu gurú!
Je je gracies Pol, Pero no n’hi ha per tant.