Ocho años después he vuelto a La Mère Brazier, el mítico restaurante lionés que fundó la célebre cocinera del mismo nombre, maestra de Paul Bocuse y de tantos otros. En el post de entonces explico un poco lo que significa para la región de Lyon el fenómeno de las “madres”.
El restaurante sigue enarbolando las 2 estrellas y sigue habiendo luces y algunas sombras en la cocina de Mathieu Viannay., su cocinero-propietario quien lo rescató de la decadencia hace casi una década.
Como inciso, me sorprendió la espera de al menos 10mn en la entrega de la carta. Pero son a veces los ritmos de una cierta alta cocina …
Había comido en Bocuse al mediodía y me conformé con comer a la carta. En estos casos se sirven algún que otro aperitivo. En este caso fue una buena ración de pâté en croûte, que en Allard de París te cobran exactamente 28€. Era de foie-gras y con toques bastante acertados de guinda encurtida,
Luego llegó el pequeño aperitivo de caballa con zanahoria al comino . El pescado estaba como marinado, sabroso y jugoso.
Pedí la galleta de trigo sarraceno y “andouillette” (un embutido caliente hecho de tripa cocinada con vino). Algo típico de la Bretaña pero aquí transformado en un mar y montaña con la presencia de las ostras y de la salicornia. Buena salsa y un poco de caviar para justificar los 65 € que costaba. En todo caso, un plato muy rico.
De segundo, abalón (“ormeau”), un molusco bastante típico de las costas normandas, salteado ligeramente (un minuto más y se pone como un chicle. O bien se puede hacer con una cocción muy muy prolongada). Se servía con una fondue de puerros, muy sosa (como puerros hervidos), una ravigotte iodada que no llegaba a compensar la insipidez del puerro, y unos pequeños discos de crackers.que no aportaban gran cosa. Un plato bastante mal planteado.
Pequeño “pre-postre”: una magdalena con un pequeño helado.
“L’Omelette norvégienne” o “tortilla Alaska”. Un postre que me fascina cuando está bien hecho por su juego de temperatura frío/caliente que implica. Lo interesante es hornear el pastel , con su helado cubierto de merengue italiano que luego se flambeará con alcohol y se quemará, todo delante del cliente.
Un postre realizado por un pastelero francés que oficiaba en el Gran Hotel de a exposición universal de 1867. Balzac, así se llamaba, quiso realizar un postre “científico” en honor a una delegación extranjera. Conocedor de las experiencias del físico anglo-americano Conde de Rumford, exiliado en Baviera, sobre la inconductividad de la clara montada, imaginó este postre, que, repito, bien ejecutado, es una pequeña genialidad. Y lo de “noruega” se explicaría por los pocos conocimientos en geografía del cocinero, que situaría la “Baviera” en Noruega…
Al grano: la tortilla noruega de esa noche en La Mère Brazier fracasó (y no solo en mi mesa…). La trampita de encender el alcohol en el cazo antes de rociarlo sobre el postre no es condición suficiente para que siga prendiendo una vez vertido. Por poco que el postre este frío, enseguida se apaga. Hace falta , insisto, que el pastel salga calentísimo del horno (pero con el helado perfectamente frío debajo del merengue) para que el merengue se vaya dorando con la combustión del alcohol que a su vez irá empapando el conjunto.
Total: un postre de frambuesa y hierba luisa, a penas tocado por el ron y rico pero simplemente fresquito, sin el dorado del merengue y el contraste de temperaturas.
L’Auberge du Pont de Collonges o , para todo el mundo,
“Paul Bocuse”
Siempre presente (desde siempre, creo) el botones africano que te recibe en la puerta
Gilles Reinhardt, el chef MOF y parte de su equipo (Mejor Obrero de Francia 2004 . Por este motivo lleva la bandera tricolor en el cuello, no por capricho “nacionalista”)
Hasta la universalización del nombre de “Ferran Adrià”, “Bocuse” era el nombre de cocinero más conocido en el mundo, el cocinero por antonomasia. Nacido en 1926, ha sido (y es aun) seguramente el mejor embajador de la cocina francesa en el exterior.
Hasta los 28 años hace sus prácticas (sí! Ya existían los stages, pero podían durar en aquella época 2 o 3 años…), con la famosa Mère Brazier en Lyon, con Fernand Point, restaurador de un inmenso prestigio en el pueblo de Vienne, Lucas-Carton en París donde conoce a los que iban a ser sus grandes amigos, los hermanos Troisgros. A los 28 años años entra en la rústica fonda de sus abuelos en Collonges y a los 39 años consigue las 3 estrellas.
Un año antes, en 1964, cuenta Bénédict Beaugé en su libro (imprescindible) Les Aventures de la Cuisine Française, Henri Gault y Christian Millau visitan el restaurante. Comen al mediodía la sopa de cangrejo de río y la famosa lubina en hojaldre, platos que aprecian pero sin sentir ninguna emoción particular. Vuelven a la noche y piden una cena ligera en la cual se les propone una ensalada de judías verdes y salmonetes de roca, ambos de una cocción al milímetro . Comentan que este plato, en su enorme sencillez, es una “cocina nueva”!! Este plato fue el detonante de lo que será 10 años más tarde la “Nouvelle Cuisine”. Un movimiento que ellos mismos, con su clarividencia, van a gestar, aupar y codificar hasta que los grandes cocineros de entonces llegasen a reconocerse en él : Michel Guérard, Alain Chapel, los hermanos Troisgros, Alain Senderens, Roger Vergé, Jacques Manière, Claude Peyrot o Louis Outhier… Poco o mucho estos cocineros se identificaron durante unos 15 años con esta nueva manera de pensar la cocina. Y esa famosa ensalada de judías verdes con salmonetes, cuya simple ruptura con el paradigma anterior de Escoffier estribaba en las cocciones ajustadas y en el hecho de mezclar judías verdes en ensalada con un pescado que se servía hasta la fecha de segundo plato, sería el equivalente icónico de la menestra en texturas de la vanguardia bulliniana.
Pero encuentro curioso que justamente el cocinero que más conservador ha sido en el mantenimiento del repertorio culinario clásico “pre Nouvelle Cuisine”, haya llegado a ser el representante más popular, nacional e internacionalmente, del movimiento rupturista de la Nouvelle Cuisine (antes que Guérard o Chapel, quienes fueron sin duda los más “puros” de esa revolución). Lo pensaba el otro día cuando veía desfilar delante de mí la lubina en costra o la pularda en vejiga a la manera de la Mère Fillioux. Platos de la primera mitad del siglo XX, más que de la “modernidad” de los años 60-70. Hasta la sopa VGE, la creación más emblemática de Bocuse no es tal vez otra cosa que una continuación de la sopa velouté de trufa del menú inmutable de la Mère Fillioux ( ella misma maestra de la Mère Brazier) durante 30 años.
La carta de Bocuse tampoco cambia desde hace décadas. En esto también este cocinero se parece más al continuador de aquella cocina de repertorio que el heraldo del concepto de “creatividad” recuperado por el famoso decálogo de la Nouvelle Cuisine “ (recordemos su último mandamiento: “Tu seras inventif ”, “Serás inventivo”).
Pero es justamente en esta fijación en la representación respetuosa de ese patrimonio bisagra, (entre clasicismo “escoferiano” y esta apertura pre Nouvelle Cuisine), que Bocuse nos interesa hoy. En esta una voluntad de parar el tiempo, de enseñarnos , frente al carácter efímero y evolutivo de la cocina, cómo se comía hace 60 años en un gran tres estrellas. ¿Se imaginan que en los años 90 Bocuse instalara en sus cocinas, como jefe “creativo”, a un joven cocinero proveniente de Gagnaire y que haya pasado un año en el Bulli, y se pusiera a experimentar deconstruyendo la pularda “demi-deuil” y lubina en obulato?
Esto por suerte no sucedió (al menos en casa de Bocuse…) , lo que nos permite visitar esta casa hoy como se va al museo de los impresionistas, donde NO están colgados los cuados de Pollock, de Jasper Johns ni de Andy Warhol.
25 años después de mi primera visita, he vuelto a esta casa-museo, templo kitsch y hasta hortera en sus excesos decorativos, consciente de que la cocina nunca será un cuadro colgado en la pared, manteniendo su eterna belleza, y que en su fragilidad, se podía romper la magia de la degustación en cualquier momento.
Definiremos por consiguiente el restaurante BOCUSE como un “tres estrellas de respeto” más de rabiosa vigencia gastronómica. Una cocina que va renqueando entre bocados deliciosos y deslices imperdonables, entres cocciones modernas y una pastelería para otros tiempos. Entre la excelencia y un ligero patetismo enternecedor. Por que las cosas no son ni blancas ni negras, sino todo lo contrario. Y la mayor muestra de respetuosa normalidad que puedo expresar hacia este restaurante es precisamente valorar, como en cualquier otro, su cocina.
Menú Bourgeois 230€
(Hay un menú Classique a 170€ y un menú Grande Tradition Classique a 270€)
Pequeña crema de espárrago de aperitivo. Me recordó las sopas que hacía en mis años de cocinero. Como una “vichyssoise”.
Foie-gras de pato “poêlé” , salsa pasión. Se sirve encima de una galleta de sémola tipo polenta y un excelente jugo carne con fruta de la pasión. Una salsa gástrica de libro, nada dulzona . El foie cocinado a la antigua manera de los años 60-70 pero impecable pero me sobraban los dados de manzana y la chip de patata.
Rodaballo sin piel ni espina (“aportación” hoy cuestionada de la Nouvelle Cuisine), salsa al Champagne , excelente de viveza ácida, cebolla tierna pochada y unas pocas patatas suflé desgraciadamente poco crujientes.Cocción impecable del pescado.
Granizado de vino y cassis. Aquel sorbete digestivo que se situaba en los antiguos menús entre la carne y el pescado y que luego se desplazó en el menú “moderno” como “avant-postre” refrescante justo antes de los postres propiamente dichos.
Mollejas (uno de mis productos fetiches), en salsa “Ivoire” (o Marfil. Esta salsa se encuentra en Mi Cocina de Auguste Escoffier), una derivada de la “velouté” con un buen fondo de carne y unas colmenillas rellenas como de masa de “quenelle” tal vez de pechuga de ave. La molleja no se había ni glaseado ni empapado con las salsa y conservaba un sabor algo desagradable a víscera. No la terminé.
Brillat-Savarin, Reblochon, Saint Marcelin de la Mère Richard
Carro de postres espectacular al nivel cuantitativo. Pero recuerdo aun el carro de postre de mi primera visita en el Bulli en el 89 y los tres carros del restaurante Neichel de Barcelona cuando tenía 2 estrellas, antes de que estos dos restaurantes introdujeran poco a poco “le dessert à l’assiette”, es decir el postre emplatado o postre de restaurante.
Tal vez es la parte del menú que ha envejecido más. Hoy realmente no se entiende esta intromisión de la pastelería de tienda en el gran restaurante. En la línea de mi comentario sobre el carro de quesos en el post anterior, diría también que estos pasteles propuestos por el camarero con la misma sonrisa de complicidad “gourmande” (“que viene lo dulce”, ese momento supuestamente tan ansiado) se encuentran en cada esquina de los barrios de Francia, en muchos casos infinitamente más refinados, más aligerados y más elegantes. En la nueva pastelería de tienda (pero también de restaurantes) es donde Francia ha desde siempre más evolucionado y aquí no se refleja este refinamiento pastelero deseado.
Natas demasiado montadas, crujientes correosos, babá un poco tosco
y “petits” muy dulzones, apenas si probé un par.
Una exageración de dulzor que ya no se corresponde con los gustos actuales de frescor y ligereza en este tramo final de las comidas.
Aun manteniendo el ritual del carro, en aras de coherencia con el concepto clásico, es justamente ahí donde sería necesario un ligero aggiornamento…
Pero tal vez ese momento de pastelería tosca también formaba parte de toda esa experiencia vintage … ? O era sobre todo la muestra de una falta de finezza por parte del pastelero, contradiciendo la costumbre francesa de terminar las comidas con un excelente colofón goloso?
En todo caso, antes de viajar a Alinea o Noma, un joven cocinero debería conocer esta cocina y este formato de restaurante. Ya no quedan mucho con esta vigencia…