Llevaba al menos cinco años sin visitar Zuberoa. Son estos restaurantes cuya cocina te gusta pero sin que sientas el impulso de acudir irrefrenablemente cada temporada para ver “novedades”. Sabes simplemente que está ahí con su solvencia, su buen hacer, sus excelentes productos y sus sabores reconocibles, deliciosamente previsibles. Con la cocina de Hilario Arbelaitz uno se siente reconfortado, seguro de que disfrutará de unos momentos de excelencias sin sobresaltos, sin estridencia, sin juegos. Una culinaria seria como el semblante de Eusebio, el hermano del cocinero e impecable jefe de sala. Siempre ha habido un público para este tipo de cocina y me da la impresión que, ahora más que nunca, esta clientela de cierta edad (o no) que me rodeaba el otro día en la deliciosa terraza de Zuberoa, tal vez un poco desencantada por cierta frivolidad culinaria reciente, irá en aumento. Se dirá que es una cocina vasca. Sin duda lo es, sólo por los productos presentes : nécora, txangurros, chipirones… Se dijo que era también afrancesada. ¿Cómo no lo iba a ser si la cocina vasca moderna, y la de Hilario en particular, se plasmó en los años 80, momento álgido de la Nouvelle Cuisine. Pero la puesta al día se ha operado de una manera paulatina y segura y hoy se puede decir que la cocina de Hilario es “moderna”. Las construcciones de los platos son sencillas y depuradas. El producto está en el centro del plato, las cocciones impecables seguramente mejores que en el Chapel de 2011, y los sabores elegantes pero bien marcados. El menú. Nécora con gelée de hinojo y huevas de trucha, en aperitivo. Irreprochable. Txangurro al aroma de seta. Este “al aroma de” dejaría entender que estamos ante un plato de otra época en que todo era “al aroma” y “al perfume de”. Hoy se diría “con un aire de” o mejor aun “con emulsión de setas”.Pero lo importante es que estaba buenísimo. Centolla a cucharada limpia. Cigala asada con vichyssoise y raviolis de vainilla. Evidentemente excelente la cigala pero inapropiada la temperatura caliente de la vichyssoise. Fría hubiera quedado mejor. En cuanto al ravioli, le hubiera convenido un poco más de finura en la pasta, y que fueran dos piezas para acompañar los dos bocados del plato. Fuera del menú, Eusebio me sacó amablemente una ostra Gillardeau a la plancha con su agua espumada y un cordón de reducción de cítricos. Impresionante. De textura tierna y resistente a la vez. De cocción y temperatura, cocida y caliente en sus dos primeros milímetros de la superficie, cruda y apenas templada, tirando a fría, en su interior. Deliciosa la emulsión (que parecía tener más que su simple agua) y delicado el toque cítrico. El mejor bocado del menú. Muy buena la tartaleta de atún con tomate, albahaca y láminas de Idiazábal. Espectacular de cocción el chipirón “encebollado” en un caldo potente con trazos de vinagreta de su tinta. Con la ostra, de lo mejor del menú. Ambos platos de un minimalismo esencial aparente pero con unos resultados gustativos en boca superlativos. Huevo escalfado, puré al foie-gras, apio, patata chips y trufa. Un plato rico pero de sabores más “confusos”. En otra línea que la de los platos destacados antes. Bueno también pero sin entusiasmar el bacalao con puré y lo que pareció ser un jugo de carne. (En el menú había salmonetes. Lo cambié). Deliciosa la tórtola con un simple salteado de boletus y otra vez un puré. Esta vez era aquél ínclito puré “robuchoniano” de la casa, que Hilario suele presentar en una cazolita a parte. Me gustaron mucho los postres dentro, no me canso de repetirlo, de su previsible sencillez. Pero para mí es mucho más agradable encontrarme este tipo de platos golosos que otros, tal vez más enrevesados técnica o conceptualmente que no alcanzan lo que debería ser normalmente su objetivo: el disfrute del comensal. “Gazpacho emborrachado (me pareció identificar un bizcocho de aceite de oliva) con fresa y tomate, sorbete al aceite de albahaca”. (Así era el enunciado de los componentes del postre pero me parece que no reflejaba correctamente lo que degusté). Anyway, estaba muy rico. Pastelito de chocolate (no muy “coulant”) con espuma y helado de café. Último plato dentro de la línea general del menú. Muy, muy bueno con un nivel de azúcar bajo y otro de amargor bastante subido. Un esfuerzo de reequilibrio que se agradece cuando uno está un poco cansado de los postres dulzones y empalagosos. Un pequeño suspenso en el pan. ¿Tan difícil es encontrar un pan (¡uno!, 1) de un buen tamaño, hecho con buenas harinas, una buena levadura madre, larga fermentación etc… y seguir el ejemplo del maestro Robuchon ya en su “tres estrellas” de los años 80 (Jamin). Se cortaba directamente en la sala delante del cliente. De esta manera se tendría también el mérito de entretener al servicio de sala que parecía aburrirse un poco (a pesar de tener la terraza llena), todos enfilados al lado de la puerta, como esperando un posible pésame. Un poco de dinamismo y alegría en la sala, por favor. Una última apostilla. Felicidades a Hilario Arbelaitz por estar aun a sus 60 años diariamente al pie de los fogones, haciendo simplemente SU cocina, la que sabe hacer, poniéndola al día pero impermeable a las modas y sin jugar a experimentos raros. Una gran parte de la dignidad de un cocinero está en su coherencia.
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