Hasta la carta, blanca,( ¿cómo no ¿) que acaricias entre las manos tiene una textura extraña. Un aterciopelado morboso e inquietante, extraña como la propia cocina del lugar.
Curiosos también los pétalos de flores y verduras secos que se presentan en una cajita transparente como unos snacks de naturaleza muerta.
No sé si soy yo el que se acostumbra a la cocina de Carlo Cracco y de Matteo Baronetto, su fiel segundo y co-creador de los platos, o por el contrario es la cocina de estos dos mosqueteros la que evoluciona hacia una cierta madurez. Tal vez ambas cosas. Pero me da la impresión que esta cocina es cada vez más inteligible, más amable y gustativamente más confortable.
El papel vegetal con chanquetes, tinta de sepia y pasta de avellana parece una entrada en materia natural como la “ensalada” de achicoria, dátiles, boquerones y trufa negra, sin acidez, sin aliño. Un contraste dulce/amargo con pescado crudo, un ligero aroma de trufa y la temperatura serán condiciones suficientes para llamarla “ensalada”.
Un bocado sublime: la ostra con mozzarella y crema a la pimienta, antes de pasar a la “ensalada” caliente (lechugas aderezadas cocidas al vacío y prensadas ). Otra vez el amargor que acompañará la dulce insipidez de un black cod lacado en miel y café.
Uno piensa en Nobu, pero aquí, este bacalao fresco se concentra en una mera textura, anacarada, de una cocción ejemplar.
Unos sorprendentes raviolis de caballa con patchoi y mandarina y unos espaguetis con cangrejo real y jengibre servidos fríos, en medio del menú , como una ensalada, colmarán el cupo de la pasta , obligado en cualquier menú italiano, por muy vanguardista que se preste .No falsa pasta, si no auténtica pasta, y de la buena. Una veneración totémica a la cual nadie puede escapar.
La lasaña de huevos, extrapolación (y mejora) de una técnica craquiana de hace unos años, se resolverá en una suerte de “huevos a la florentina” con tripa y una especie de brócoli autóctono de la región de Vicenza, ciudad natal de Cracco. En este plato de gran potencia gustativa, goloso, encontramos a faltar un poco más de textura en la tripa.
El babá con jugo de carne que tanto me había entusiasmado hace casi un año, esa carne sin carne, ese plato de filosofía bulliniana pero que entroncaba con el sabor más casero de la miga de pan mojada en el jugo de asado, se había transformado en una versión “light” en que el tuétano recobraba protagonismo en detrimento de la potencia del jugo de ternera. Aquí se quedaba en un agradable caldo de pollo al romero. Cracco me explica que se reserva la otra versión para el invierno…¡Qué vuelva pronto el invierno !
Ni aires, ni espumas , ni esferas, ni germinados, ni productos extraños más allá de las rarezas vegetales que da el propio territorio.Las hierbas o las raras flores que utiliza
Cracco como alguna vez esas flores de saúco, tienen una función gustativa (que no “decorativa”) .Sólo tuvimos que “deplorar” la escasa presencia de un solo puré en todo el menú y ninguna gelatina. Todo se muerde. Ninguna concesión a las modas. A veces, raramente, Cracco ” juega muy seriamente” con la técnica. Y entenderán el oximeron , cuando vean los “cuadernos” de papel de pescado donde el producto pierde su textura natural pero gana en concentración. Sí. Es cierto, como una falsa pasta, pero el “juego” , lejos de cualquier frivolidad, tiene aquí su sentido.
Una cocina personal que no se parece a ninguna otra, que tendrá sus orígenes en Gualtiero Marchesi, pero iluminada por la luz de la modernidad del siglo XXI, una cocina que recibirá influencias pero que se despliega ante el comensal sin que se vean los hilos, una cocina que te provoca, te divierte, te estimula, te seduce (se-ducere) pero que al final acaba simplemente gustándote …
La sala está perfectamente dirigida por el sonriente Davide Ostorero.