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NOTAS de LECTURA sobre el libro «Gastronomie Française» y otros comentarios

Este post será como unas notas de lectura, salpicado abundantemente de comentarios, digresiones y aportaciones totalmente personales. En ningún momento he pretendido sentar cátedra, ya que en este campo de la gastronomía todo es demasiado incierto como para poderlo hacer. A veces, son solo opiniones tan debatibles como cualesquiera.

Acabo de leer otro libro sobre la historia de la gastronomía francesa (“Histoire et Géographie d’une passion”), escrito por el profesor de Geografía de Paris-Sorbonne Jean- Robert Pitte. Es un libro que tiene ya 15 años y puede quedar algo desfasado en algunos aspectos, pero tiene el mérito de plantear algunas preguntas, como por ejemplo, ¿por qué Francia llegó a ser un país gastronómicamente tan importante?

Admiro de los franceses su capacidad de investigar y analizar porqué han sido el país más gastronómico del mundo durante más de tres siglos y medio.(Me atrevo a poner fecha al final de ese predominio absoluto por el año 1998, años en el que ElBulli es ya reconocido como la nueva meca gastronómica a la que hay que acudir, y situaría el inicio de la modernidad culinaria con la publicación del libro de La Varenne, Le Cuisinier François en 1751 que coincide casi con la llegada de Louis XIV al poder en 1647).

Acepto que habrá, por parte de los estudiosos galos, una tendencia subyacente en mirarse el ombligo, pero hay que reconocer que hay motivo de orgullo por su parte.

Lo cuestionable tal vez es cuando ese autor hace remontar esta predisposición a producir y consumir buena comida a la época de los galos y a su legendaria afición (alimentada después por los comics de Asterix) a los abundantes festines. Lo dice como si hubiera un sustrato social muy antiguo que ya predisponía los galos septentrionales, los Francos (por cierto de origen germánico) y luego los franceses en general, a encaminarse hacia un destino gastronómico radiante e ineluctable. Mitología nacionalista extensible a muchos países.

Luego, el autor invoca la diversidad y la riqueza de los paisajes, climas, productos y elaboraciones (quesos, vinos…), cosa que es cierta y con un alto nivel de calidad y de cantidad, aunque estas características no son exclusivas de ese país.  

Más interesante es cuando recalca el temprano desarrollo de los oficios “de boca”, (“métiers de bouche”), organizados desde la Edad Media en gremios muy estrictos y poderosos. Gremios que se resistieron en desaparecer con la llegada de la República y que llegaron a entorpecer la eclosión de los restaurantes ya que estos últimos hacían competencia al gremio de “pasteleros-traîteurs”.

 Los “pâtissiers” hacían pasteles, pero también “pâtés”. Un oficio (ahora charcutero-traîteur) aun muy presente en la gastronomía francesa, con su posible plato-icono que vuelve hoy a estar de moda: el “pâté en croûte”, cuya costra sería como un vestigio de aquella época en la que el relleno cárnico se tenía que conservar gracias al envoltorio protector, al cual no se pedía entonces, imagino, que fuese crujiente. La masa forma parte de aquellos ingredientes funcionales que se mantienen en la receta, sin que sean necesarios, ya que los pâtés no tienen problema, desde hace tiempo, en conservarse. Pero nos gusta esa masa (crujiente o no) que hace función de pan y que cumple con una cierta estética de nuestro imaginario gustativo: los he visto en los escaparates desde mi infancia y esa masa dorada, esa gelé y esos trozos de carne picada con tropezones (a veces de foie) aun suscitan mi salivación. Tal vez habría que repensar hoy esta preparación y desechar esta masa (a veces reblandecida: ver aquí  un ejemplo ) para sustituirla, en el último momento, por una base (o una tapa) de hojaldre recién horneada. Sería la evolución lógica del pâté/croûte de hoy. Ver aquí una posible solución.

Me refiería evidentemente al pâté en croûte frío. El caliente recién horneado, a veces llamado Pithiviers (mismo nombre el pastel de a base de frangipane de almendra, tipo galleta de los reyes) es un concepto perfecto e intocable.

Las influencias recibidas

Huyendo de un chauvinismo exagerado, el autor del libro reconoce que este fenómeno gastronómico goloso, esa afición por la sofisticación de los manjares, existía simultáneamente en muchas ciudades del final de la Edad Media (Florencia, Venecia, Génova, Brujas…)  pero sobre todo en París y Lyon: efecto del crecimiento de las burguesías de aquellas ciudades. Parece que la gastronomía necesitaba de la ciudad, primero para codearse con los mercados de abastos, y luego para encontrar su lógica clientela.

También se reconoce en el libro la aportación italiana al refinamiento de la gastronomía francesa, que había conservado, hasta la llegada de los Médici, al final del siglo XVI, a la corte de Francia, la rudeza del banquete medieval, al menos en las formas.

Italia ha sido un injerto de finura, en un contexto favorable que se prestaba a acoger novedades en las maneras de comer, como era el caso en Paris y su Corte del Louvre. Citemos solo solo la muy conocida introducción del tenedor o la aparición de las copas en cristal de Murano, que permitía, con su transparencia, apreciar los colores de los vinos.

En mi opinión, hubo siempre entre Francia y Italia un vaivén constante (y no solo gastronómico), casi osmótico en muchos aspectos. La Casa de Anjou gobernó Nápoles entre el siglo XIV y el XV (antes de serlo por la Corona de Aragón), luego los Medicis (María y Catalina) y el Cardenal Mazarino ocuparon el poder en Francia al lado de Enrique IV y Luis XIII. Y, por la anécdota, fue la ocupación napoleónica, con el General Murat, que llevó el babá (originario de la corte de Lorena que ocupaba el rey polaco Estanislas) hasta Nápoles. Son solo unos ejemplos. Si los Pirineos siempre han sido considerado como una barrera que separaba Francia de “África” (según una célebre frase atribuida a Alexandro Dumas o a Stendhal), en cambio los Alpes siempre fueron un puente entre Francia e Italia.

Por lo general, los franceses siempre tuvieron la particularidad de integrar a su ADN las influencias foráneas, y de volver a proyectarlas como propias. Pero me parece que pasa un poco lo mismo en todas partes. Qué poco de “catalán” tienen los emblemáticos canelones de Sant Esteve… ¿Serán de verdad italianos? O pueden ser incluso marselleses, según la historiadora bilbaína Ana Vega.

Al nivel de alta Cocina , habría que esperar la llegada de El Bulli, para que una cocina foránea zarandeara un poco el predominio galo en la materia: más allá del “gaspacho” y de los “piquillos”, bastante omnipresentes en el Sur de Francia, la “plancha” (como técnica relativamente reciente en Francia), son sobre todos las nuevas técnicas bullinianas las que se encuentran en muchos restaurantes: “espumas”, (a veces se mantiene el nombre en castellano) o “sponge cake” (aquí se ha cogido el nombre inglés para nombrar el biscocho-micro de Albert Adrià) están ya totalmente asimilados por la cocina gala moderna.

Antes, en la época de la Nouvelle Cuisine, Japón había influenciado un poco a la puesta de escena y a la estética de los emplatados, sobre todo en Gagnaire, quien estaba invitado muy a menudo, en los años 80-90 en este país. Gagnaire iba como exponente de la post Nouvelle Cuisine creativa, pero se llevaba siempre, en su maleta de vuelta, ideas nuevas que siempre ha sabido integrar a su cocina y que iban más allá del uso de la salsa de soja que empezaba a usar hasta Robuchon en los años 80. Gagnaire ha sido sin duda el más cosmopolita de todos y el más abierto a lo que se “cocía” fuera. Su carta siempre ha sido salpicada de productos importados de España o de Italia, y sus intentos de flirtear con lo que se llamó la “cocina molecular” con la ayuda de Hervé This, no es ajena a su admiración (controlada y siempre algo crítica) hacia el “fenómeno Bulli”.   

Una Alta Cocina única

Volvamos al libro que nos ocupa. Mucho más interesante es la explicación política que nos brinda el autor, y que nos ayuda a esclarecer el porqué de una alta cocina evolucionada y codificada, justamente en Francia y no en Italia o en Inglaterra. Y es cuando el autor del libro habla del efecto “Corte” como determinante, ya desde el siglo XVII. En otros países no ocurrió lo mismo.

En Italia, la división territorial y la falta de un centro político definido habrían sido, según su teoría, un impedimento al desarrollo de una gran cocina generalizada y “generalista”. Añadiría que justamente este «defecto» tuvo luego como consecuencia positiva la existencia de la riqueza extraordinaria de sus cocinas regionales. Estas aun se conservan hasta hoy, mientras que Francia centralizó tanto su cocina, llevándola a los altares de la “grandeur”, que empobreció en diversidad su patrimonio culinario regional. Lo redujo a veces a una cocina residual y casera, solo visible en el programa de TV de las Recetas de Julie, es decir a una cocina que se encuentra muy difícilmente hoy en los restaurantes de “provincias”.

Por cierto, ese mantenimiento de grandes cocinas regionales italianas diversificadas no les ha impedido “vender” en el extranjero su “marca Italia”, aunque sea en forma de unos pocos conceptos potentes (y reductores, ya que la cocina italiana es mucho más que esto): la pizza y la pasta. Bien o mal cocinadas, se encuentran, como el tiramisú, “urbi et orbi”. Por no hablar de sus productos: Vinagre balsámico, parmesano, mozzarella y aceite de oliva, este último más caro y mejor posicionado internacionalmente que el aceite andaluz.

En Inglaterra, esa falta de alta cocina palaciega se explicaría, según el autor, por la permanencia de los nobles en sus tierras. No acudieron a una corte centralizada, como ocurrió primero en el Louvre, luego de una manera definitiva en Versalles, en la que centenares de cocineros llegaron a alimentar las bocas de miles de cortesanos y la del Rey más goloso y gourmet de la Historia. De hecho, durante mucho tiempo, Inglaterra (hasta el reciente despertar de su nueva gastronomía), no reconocía otra cosa que la alta cocina francesa para sus fastos y sus caprichos gastronómicos. Y Escoffier, triunfando en el Savoy es el perfecto ejemplo de ese fenómeno. En los últimos años, solo como ejemplos, Ducasse (en el Dorchester) y Gagnaire (en el Sketch), ambos con tres estrellas, no dudaron en seguir esta tradición, (aunque los tiempos hayan cambiado, y los ingleses ya no esperen la llegada de la cocina francesa como el maná. (Como anécdota, Gagnaire me comentó hace 18 años, poco después de la apertura de  Sketch, su necesidad, cargada de simbolismo, de instalarse en Londres, invocando justamente a Escoffier).  

Versalles, París, Francia

 Es, por consiguiente, en Versalles donde se fraguó la gran cocina francesa. Una construcción de todo un sistema, perfeccionado a lo largo de los dos siglos siguientes (con Carême y Escoffier), apoyado entonces en los productos del Huerto del Rey, seleccionados por el agrónomo La Quintinie  y por la creatividad, espoloneada por los caprichos del Rey Sol, de todos aquellos cocineros palaciegos y, de algunas manera “funcionarios” culinarios del Estado. Allí se escenificaban las diferentes comidas del Rey Sol, en presencia de los cortesanos. (Lamento que la célebre serie de TV “Versailles” no refleje absolutamente nada de la importancia de la gastronomía en el palacio, lo que la invalida, a pesar de sus cualidades, como reflejo de aquel periodo histórico).

Luego será en París donde se generalizará el efecto “restaurant”. Ya que, según el autor del libro, es en las ciudades o cerca de las ciudades, donde la gastronomía prospera desde la Edad Media, pero será en la Corte donde alcanzaría el summum, gracias al poder absoluto de Luis XIV. Una tradición que unirá Gastronomía y Poder, y que se mantendría hasta hoy, más allá del cambio de régimen de la Revolución. Ya a partir de Thermidor (fecha del frenazo al ímpetu revolucionario radical), el buen comer volvió a ser un asunto de Estado. Imagino que lo explicará Guillaume Gomez, chef del Elíseo en su último libro, ”A la Table des Présidents”, (que me queda por leer). De la alta gastronomía, privilegio de los palacios hasta el siglo XVIII y de las mansiones particulares de los aristócratas que no vivían en la Corte (llamadas “Hôtels”, de allí la palabra “maître d’hôtel”) , se pasó a la restauración pública (y también a la de los “palaces” parisinos, grandes hoteles que adoptaron, por cierto, la palabra inglesa…). Pero sigue habiendo otro Palacio con gastronomía “casi” real, al menos en las grandes ocasiones: el Palacio del Elíseo.

Napoleón, que no tenía un paladar muy refinado, lo entendió rápidamente y encargó este asunto (repito : de Estado) al gran diplomático Talleyrand, como cuenta Pitte en su libro. Pero ni en los momentos más calientes de la Revolución se dejó nunca de acudir al Grand Véfour,  situado en el peristilo del Palais-Royal, único vestigio de la multitud de restaurantes que abrieron entonces en esta zona central de París. Recuerdo que, en mi primera visita, en los años 1990, me sentaron en el asiento asignado a Madame Roland , una revolucionaria importante de la época, eso sí moderada (de los Girondinos).(Existen aun algunas placas, clavadas en las paredes de madera, con los nombres de los nuevos dirigentes).

Francia construyó a lo largo de estos tres siglos como una koiné culinaria, para usar una metáfora lingüística. Es decir, un lenguaje común por encima de las lenguas minoritarias o variaciones dialectales que serían las cocinas regionales marginalizadas por la gran cocina nacional. Un fenómeno único que le permitió, al precio de ese sacrificio de los patrimonios locales, exportar su modelo en el mundo entero, evidentemente en el campo de la alta cocina de hoteles. La expresión “Haute Cuisine” era  (y es aun en gran parte) el término usado en el planeta para nombrar esa cocina; la “marca”,  solo contrarrestada, desde hace unos años, y al nivel lexical, por la palabra “Fine-dinning”, que sería como la suma de varios estilos asiáticos, afrancesados, bullinianos, cocina nórdica, italianizante, peruana etc. Es decir una nueva alta cocina internacional, reflejo de un panorama eminentemente ecléctico en el que ningún país domina por si solo el nuevo escenario gastronómico mundial. Pero una verdura cortada en cubitos de 2mn de costado, sigue siendo una «brunoise»…  

España, la gran ausente del libro

¿Y en España? El autor del libro que comento hoy, la menciona en un capítulo en el que se cita al dominicano Luis de Granada en su Guía de los Pecadores, publicado en 1555, pero reeditado profusamente hasta el siglo XVIII, en el que se fustigan todos los sentidos, sobre todo el del gusto. España manifestaría, y desde épocas remotas, esa repulsión por los placeres de la buena comida. Desde la “inevitable necesidad de comer y dormir”, visto por Santa Teresa como una esclavitud, hasta el reinado de Felipe II, monarca recluido en su austero palacio-convento de San Lorenzo del Escorial, y practicando el ascetismo. Condiciones, según el profesor Pitte, poco propicias al nacimiento de una cocina de Corte, placentera e imaginativa.

Y, sin embargo, me pregunto el porqué de tanta austeridad culinaria si ha sido a través de Castilla por donde llegó a Europa gran parte de la nueva despensa vegetal americana con sus productos banderas: la patata, el pimiento, el maíz, el cacao o el tomate, que iban a enriquecer las cocinas de Francia e Italia. Una nueva despensa variada y llena de potencial que llegaba sobre la despensa autóctona, ya rica en carnes y pescados. Es cuando vemos que el producto no lo es todo si no entran en juego otros factores más culturales, políticos y sociales, que Francia, como lo hemos visto, sí tenía.

El autor no va más allá de estos ejemplos (Felipe II y Santa Teresa) y de dos escuetos párrafos de su libro, que parecen condenar, al menos a Castilla (país además carente de una burguesía potente, capaz de estimular la aparición de una alta cocina relevante), a una parca cocina de supervivencia o al menos más rudimentaria que en otros países. Sin Corte golosa y estimulante, ni burguesía pujante y sofisticada, poco podía aparecer. Hasta los hidalgos pasaban penurias (según el libro de Jose Carlos Capel de 1985 : “ Pícaros, ollas, inquisidores y monjes”. Andalucía, y su gastronomía andalusí, ni se menciona en el libro de J-R Pitte.

Es evidente que ni la llegada de los Borbones al poder en Madrid, a principio del siglo XVIII, consiguió dar un tumbo radical a la situación. Algo mejoró en la dieta cortesana, pero Felipe V alternaba momentos de bulimia con otros de inapetencia, y nunca la comida alcanzó tonos versallescos. Consomés (“consumados”), aves, mollejas. A veces olla podrida (olla poderida: de los poderosos, y no putrefacta). Pocas verduras en general. Y platos que se repetían constantemente. “Siempre los mismos y muy simples” decía Saint-Simón, quien fue cronista real en Madrid durante tres años de su reinado. Es decir, todo lo contrario de lo que ocurría en el Louvre o en aquel mismo momento en Versalles.

Hoy, tiene más glamur una cena en el republicano Elíseo que en la Zarzuela. Los Borbones no tienen fama de gastarse los dineros en grandes comidas…Ni la tienen los eméritos, poco amantes de las comidas sofisticadas (la reina Sofía no come carne, sí pescado y se conforma con poco), ni la tienen los reyes actuales, que siguen empeñados en dar una imagen de frugalidad  y de austeridad (al menos en este terreno alimentario) que no concuerda con sus ingentes ingresos. Como si quisieran decir: “¡Sí! Tenemos mucho dinero, pero comemos acelgas”. Su boda de hace 16 años fue el último ágape público de calado que se les conoce y el postre de Torreblanca debía ser lo más destacable del almuerzo.

En España, la gastronomía nunca ha sido un asunto de Estado. Ni la bilbaína de origen francés, María de Mesteyer, autoproclamada Marquesa de Parabere, mujer culta y viajada que llegó a conocer las cocinas europeas y al mismísimo Escoffier, pudo mantener su proyecto de restaurante en Madrid más allá de los primeros años de la República. Es curioso: parece que queda de mal gusto, para gobernantes y mandatarios, gastar dinero en alta restauración (durante mucho tiempo Casa Lucio parecía el summum del nivel gastronómico borbónico), pero, por lo visto, no tanto en otros campos… Horcher y Jockey fueron los fieles representantes madrileños de esta alta cocina europea afrancesada (algo germanizada en el caso del primero).

Con la democracia, pasó un poco lo mismo al nivel de los políticos en general: muchas mariscadas discretas, hasta con tarjetas oscuras, pero poca presencia visible y desacomplejada en la gran restauración moderna y más creativa. Los progresos de la presencia de la gastronomía española al nivel internacional sin mucho reconocimiento por parte de los políticos. y los restaurantes de alta cocina, si se han frecuentado, ha sido a hurtadillas.

En cambio, los franceses no veían mal que un Mitterand o un Hollande (ambos presidentes republicanos y encima socialistas) visitaran grandes restaurantes o montaran grandes recepciones para recibir mandatarios extranjeros en el aristocrático Palacio del Eliseo.     

Entendemos ahora un poco más por qué no existió aquí una alta cocina, primero de Corte y luego pública, realmente propia y ufana de sí misma, hasta la ruptura radical que supuso El Bulli, a partir de los años 90, y del cambio total de rumbo que desencadenó en la pérdida de complejos con la aparición de nuevas cocinas modernas y avanzadas con carácter autóctono (catalanas, andaluzas, gallegas, valencianas, vascas (en este último caso vanguardista tanto en ElBulli como en Mugaritz) etc. Si no ocurrió antes tal fenómeno fue probablemente una mezcla de los motivos por los que no la hubo ni en Inglaterra, ni en Italia.

El autor del libro ni menciona Alemania.

 La burguesía catalana adoptó también durante todo el siglo pasado y parte del anterior, como en el caso de la inglesa y tantas otras, el modelo de alta cocina francesa y hasta se escribían las cartas de los restaurantes en francés. El primer gran restaurante abriría en La Plaza Real en 1861 y se llamaba “Le Grand Restaurant de France” (está todo dicho). Y la mítica Maison Dorée, en 1903 en Plaza Cataluña, era la réplica de la de París, abierta medio siglo antes. (En Madrid sigue abierto un vestigio de aquella época: el Restaurante Lhardy, fundado por un francés hace 170 años).

 Barcelona no fue capaz entonces, aprovechando el gran momento de la Renaixença de la segunda mitad del siglo XIX, de recrear, a partir de su prestigioso patrimonio culinario medieval (Sent Soví etc), una nueva cocina que combinara catalanidad y modernidad (como lo hizo entonces en los campos de la música, de la literatura, de la arquitectura o del urbanismo). A pesar de la importante figura de Ignasi Domènech, gran discípulo de Escoffier, no hubo “modernismo” ni modernidad culinaria que desembocara en una corriente gastronómica totalmente autóctona. Se seguía bebiendo del paradigma gastronómico francés. Ni lo consiguió, a pesar de sus esfuerzos por desmarcarse de las influencias foráneas, su colega y amigo el aragonés Teodoro Bardají.

Y esto duró hasta las dos estrellas del Reno o del Racó d’en Binu, los dos 2 estrellas catalanes de los años 70-80, ambos mirando hacia Francia.

Y me parece que el esquema fue bastante parecido en muchos más territorios cuando se trataba de alta restauración: las clases pudientes vascas, catalanas, andaluzas (la Marbella de los años 70-80) …salían del paso comiendo afrancesado.

Arzak y Neichel fueron productos indirectos de la Nouvelle Cuisine vecina, el primero influenciado por Paul Bocuse y el segundo por Alain Chapel, aunque después se fueron despegando de sus matrices, y resultaran ser cocinas bisagras hacia una alta cocina propia, sobre todo en el caso del Bulli donde hubo un real cambio de paradigma, ya después de Jean-Paul Vinay. Un cambio copernicano pilotado por Ferran Adrià y que aun estaba solo en mantillas en La Cocina del Mediterráneo (periodo que fue como una especie de Cuisine du Soleil de Roger Vergé a la catalana). El cambio cualitativo llegó, en mi opinión, a partir de la “menestra en textura” en el 94.

En cuanto a Santi Santamaría y Martin Berasategui, han sido los grandes valedores (con sus toques catalanes y vascos, lógicamente en la materia prima pero también en la expresión de los sabores de sus tierras) de la cocina francesa. Santi, quien visitaba mucho Cala Montjoi a finales de los 80, principio de los 90, también se inspiró durante algún tiempo del espíritu (y a veces de la letra…) de La Cocina del Mediterráneo. Francia le llegó por sus lecturas y sus viajes, pero también filtrada y personalizada por la cocina del Bulli de los años 85-93.

Cuando llegó, por fin, una cocina con discurso propio, un proyecto gastronómico totalmente disruptivo, al final de los años 80, en Roses, pues la gran mayoría de esas altas esferas del poder (y muchos de los colegas  cocineros de Ferran Adrià) no la entendieron  y hubo que esperar el año 2000, para que todo dios (o casi…) se apuntara al fenómeno Bulli, ni que fuera por snobismo, ya que Francia (Robuchon) y sobre todo EEUU y Japón ya habían consagrado a Adrià como el mejor cocinero del mundo, o al menos el más creativo. En este sentido, El Bulli no fue nunca un restaurante ligado al poder ni a la burguesía catalana. Ni desde Barcelona ni desde el Ampurdán (donde aquella gente veraneaba) se acudía masivamente a conocer la nueva cocina que se fraguaba en aquellos años 85-98 en Cala Montjoi. Allí cuento más sobre este tema, que no es el tema de hoy).  Ni las primeras crónicas de Carme Casas en La Vanguardia, ni los elogiosos comentarios de García Santos en su guía Lo Mejor de la Gastronomía (Biblia en aquellos años de todos los cocineros y gourmets avezados) fueron suficientes como para llenar las salas del restaurante en los años 85-97.

Mientras tanto los de Madrid iban a los restaurantes afrancesados propios, a los de la Costa del Sol o a los tres estrellados de San Sebastián, siempre venerados como templos gastronómicos, considerados un poco como “suyos”. Lo llamaría el “efecto María Cristina”… De ahí, en retorno, el éxito de los restaurantes vasco-navarros en la capital del Estado y el hecho de que fuera un restaurante como Zalacaín el primer 3 estrellas de España. Ese tranquilo estatus gastronómico de entente bilateral entre la capital y Donostia se mantuvo inalterado hasta el final de los 90 y la aparición del imprevisible terremoto bulliniano que empezó a sacudir el sistema.

Y muchos vieron atónitos como El Bulli pasó, en pocos años, de la invisibilidad casi completa a la condición de primer restaurante global y planetario de la Historia. Y esto sin pasar por las etapas previas de primer restaurante de Cataluña o de España. De hecho, la tercera estrella solo aparece en el 97, tres años después de Can Fabes. 

(Hay que reconocer que Ferran y Juli supieron siempre agradecernos a las 200 personas que fuimos de los primeros (yo un poco «tarde», en 1989 y luego cada año a partir del 93), dándonos mesas hasta el 2011, cuando era ya imposible reservar).  

Como refuerzo argumental en la falta de reconocimiento a esas nuevas cocinas vanguardistas, es interesante ver que pasó un poco lo mismo con Mugaritz, que no llegó nunca a ser totalmente reconocido por el gourmet vasco (bastante más tradicional de lo que la gente cree). Ni aun del todo por Michelín. A Arzak , los lugareños acuden regularmente a comer los platos de toda la vida. No su “vanguardia”.

En cuanto a Mugaritz se salvó al alcanzar, también de golpe, la fama mundial, antes que la aceptación del público donostiarra ocurriera. Ni en los tiempos del apoyo por parte de García Santos, (tal vez con la excepción del corto período en el que Andoni cocinaba, al alimón con David de Jorge, una cocina más “guérardiana”), ese restaurante recibió clientela autóctona cuantitativamente significativa. Mucho respeto por parte de sus colegas donostiarras pero se visita preferentemente ElKano, Ibai o Zuberoa.

El gran cambio del siglo XVII

Después de esta larga digresión, volvamos a nuestro tema del libro y al nacimiento de esa nueva cocina francesa en pleno reinado de Luis XIV. ¿Quién fue el equivalente de Gault/Millau en aquel movimiento culinario que cambia cualitativamente la cocina, un siglo y medio antes de Carême, y más de dos siglos antes de Escoffier, los dos grandes codificadores de la Alta Cocina.

Sin duda François Pierre de La Varenne , “escudero de cocina del marqués de Uxelles” (sí, el de la “duxelle”, pero esta preparación no se encuentra en su recetario) y su best seller Le Cuisinier François (por “français”), publicado en 1651, cuando hacía más de un siglo que no se publicaba ningún libro de cocina en Francia. El profesor Jean-Robert Pitte recuerda que habrá más publicaciones por parte de otros cocineros como François Massialot o del misterioso L.S.R., un anónimo).

Como novedad la mantequilla aparece como ingrediente privilegiado tanto para la cocina salada como la pastelería. En el Viandier de Taillevent (más o menos contemporáneo del Sent Soví, a principio del siglo XIV), solo en 1% de las recetas entraba la mantequilla. En Le Cuisinier François se usa en el 80% de las salsas. En los siglos anteriores, las salsas eran como aliños muy acidulados o agridulces, sobrecargados de especias y de azúcar, justamente considerado antes como un de ellas. Con La Varenne todo se reequilibra. Las especias se mantienen a raya y se liga con mantequilla. Por ejemplo se emulsiona esa mantequilla con una yema, un poco vinagre, sal y pizca de moscada para acompañar unos espárragos que se recomienda “poco cocidos” (dice la receta), un detalle de modernidad “avant la lettre” que los de la Nouvelle Cuisine no desaprobarían. La salsa, que no era otra cosa que una holandesa que no llevaba aun su nombre, aparece allí también como una “modernidad”. Un plato que se podría servir en cualquier restaurante de hoy cuando se ha recuperado este tipo de salsas madres (desoyendo los ostracismos absurdos y snobs de los adalides de la Nouvelle Cuisine). Para que aprendamos a relativizar las modas y filtrarlas por nuestro espíritu crítico…

Paralelamente al uso de la mantequilla, el azúcar de caña, llegado de las colonias francesas del Caribe, llega en abundancia y pasa de ser considerado una especia para sazonarlo todo, a ingrediente base de la nueva pastelería. De allí, en mi opinión, el origen del éxito de esta gran pastelería francesa que coge gran expansión por aquellas fechas. Aunque el historiador Pitte no lo señale, es un auge en gran parte explicado por la suma de estos dos ingredientes.

En cambio sí precisa que este azúcar va desapareciendo de los platos salados para ser usado sobre todo en confituras y otras elaboraciones dulces. ¿Los “desserts”? Es cuando la palabra empieza a usarse para nombrar la parte dulce de la conclusión de las comidas (y no solo los cambios de servicios en los que se «deservía» la mesa).

“La asociación dulce-salado, como el sabor agridulce se consideran ya como vulgares, incluso ridículos” dice Pitte, refiriéndose a Le Cuisinier François de La Varenne: “Quedan pocos vestigios de la antigua cocina medieval hoy en día: algunos platos de carne blanca, caza con ciruelas pasas o coulis de arándanos, pato con naranja, tartas de cordero con azúcar de Pézenas y el terrón de azúcar que se pone a los guisantes estofados” concluye. Creo que quedan bastante más y veo aun en Le Cuisinier François al menos la presencia de frutas en platos salados como un capón que lleva granadas o “pollo de la India” (pavo) al que se le pone frambuesas…

Pero leí en otro libro (cuyo título no recuerdo ahora), que este proceso de “desdulcificación” de la cocina salada francesa se extendería sobre unos 50 años… Y es cierto que en Le Cuisinier Royal y Bourgois de Massialot, este tipo de combinación ya escasea. Solo vi un pato en su jugo y con zumo de naranja. Un clásico que ha resistido el paso del tiempo.

François Massialot publicará Le Pâtissier François, signo de que la pastelería de alto nivel empezaba a ocupar un sitio relevante y Le Nouveau Cuisinier Royal et Bourgeois, en 1690, título que no deja duda sobre la base social de la alta gastronomía de entonces : evidentemente la aristocracia y la Corte, pero también la burguesía como clase aun subalterne políticamente pero que empieza a gastar su dinero en ágapes.

Muy interesante es el uso que hace este cocinero del chocolate para la pastelería, cuando solo se degustaba hasta la fecha como bebida.  Un producto que trajeron los españoles de América y que no supieron aprovechar. Como la patata que se usaba en toda Europa como forraje y planta ornamental hasta que Parmentier supo por fin sacarle partido para tapar las hambrunas en el siglo XVIII.

Receta de huevos «falsificados o artificiales» para la Cuaresma

No menos interesante en Massialot es la aparición sorprendente del trampantojo , no por motivos solo lúdicos como en la época contemporánea, sino religiosos. Cómo fingir platos de huevos con confitura de leche y crema de arroz coloreadas con azafrán (para las yemas) y crema de almendras o de leche sin reducir con agua de azahar para la clara. Todo servido en cáscaras de huevo previamente lavadas.

Y como anécdota, se puede ver en el primer tomo de su libro, tal vez la primera receta de croqueta de la Historia. La llama «croquet» (en masculino) y era una mezcla de mollejas de pollo, pularda o perdiz, tocino blanqueado, miga de pan en leche, huevos, finas hierbas, queso cremoso y hasta trufa y setas. Se formaban bolas que se rebozaban en huevo batido y pan rallado para luego freírlas en manteca de cerdo.

Para volver al tema del azúcar , sabemos que esta tendencia a jugar con lo dulce-salado volvió a aparecer con la Nouvelle Cuisine, acentuada 30 años después en algunos aspectos de la cocina de vanguardia que vieron “antiguo” repetir esta separación entre los sabores dulce y salado, y juzgaron “moderno” volver a mezclarlos.

De hecho, creo que el desarrollo esplendoroso de la pastelería francesa durante los tres siglos siguientes, terreno en el cual este país alcanza todavía hoy la excelencia, se explica por aquel mantenimiento a raya de lo dulce en la cocina salada. En efecto, ¿a quién le apetece comer dulces al final de una comida si ya ha comido previamente un tartar de salmón con mango, un foie-gras con caramelo de moscatel e higos, unos lenguados con salsa de naranja y kumquats confitados o un pollo a la catalana con orejones?

Por decisión deliberada o por instinto, la cocina francesa se despojó en aquel siglo XVII de lo dulce-salado para dejar el campo libre a la actuación estelar de sus pasteleros. No hay nada peor que lo dulce invada todo un menú y que el degustador no sepa discernir entre sabores que incitan a comer y seguir comiendo (acidez-salado-amargo) , y sabores que invitan a concluir (lo dulce).

Este libro tiene muchas más cosas interesantes, como la influencia de Japón en los de la Nouvelle Cuisine a partir de los primeros viajes gastronómicos que hicieron en los años 60-70. Pero esto sería alargar este post que empieza a hacerse demasiado largo…      

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